lunes, 20 de agosto de 2012

A cinco horas de un médico


Ella era una niña campesina de ocho años del Sur de Bolívar. Una mina antipersonal estalló y le robó más de 14 centímetros de su pierna derecha. Dos primos más, de 10 y 15 años, también resultaron heridos. Sus padres no volverán al campo. En Bucaramanga no tienen dinero ni trabajo, pero se quedarán. Dicen que aquí al menos estarán a salvo de los artefactos explosivos de los grupos armados.


Ya le habían mutilado algunos dedos de su pie y quebrado su hueso peroné, que le colgaba maltrecho como un pedazo de carne oscura. Ya le habían dejado el muslo rojo al aire con quemaduras de tercer grado. Ya la habían jodido a los ocho años de edad, y hasta declarada difunta en lo alto de una peña del Sur de Bolívar, a seis horas del médico más cercano. Pero ella, en lugar de morirse, se quedó abrazada a todos sus huesitos, aferrada a las palabras de su tío, de “Tito” como de cariño lo llama, y quien le repetía una y otra vez que aún no se iría para el cielo lindo a ver a Dios.

Ella le creyó y soportó el dolor. Los médicos de San Pablo (Bolívar) le prestaron los primeros auxilios. La conectaron a unos aparatos para monitorear sus signos vitales. Le lavaron las heridas y se las cubrieron en gasas, que al rato supuraron.

Cirujanos de Bucaramanga la metieron cuatro veces a un quirófano, le amputaron parte de su pierna derecha y le injertaron piel de otras partes del cuerpo a las lesiones abiertas.  

Hasta que un día, el pasado jueves en la tarde para ser precisos, abrió sus ojos de un espeso color café, flotando en dos yemas tan blancas como su inocencia. Tenía ojeras, propias de quien libró una batalla con la muerte. Sonrió rozagante. Su cabello encrespado, ahora, amordazado por una balaca azul, la iluminaba sentada en una silla gris de ruedas en el séptimo piso del Hospital Universitario de Santander. HUS, donde funciona el llamado “pabellón de quemados”

Desvelado por la vida de su hija, Raúl Alberto Trespalacios, un agricultor de de 39 años, le apretó la mano, le acarició el rostro, la besó con una ternura que pareció un bonito exorcismo contra las magulladuras de la mina antipersonal, que contenía metralla y que pretende no matar, sino mutilar.
Raúl preguntó por el médico. El miércoles le dijeron que la herida de la pierna presentaba una infección. Su hija registró episodios de fiebre. 

En este pabellón perdura el blanco, que se observa en el uniforme de las enfermeras, los tendidos, los camisones de dormir, el techo, el baño y las paredes. Todo parece tener ese tono lechoso amargo.

La niña lleva dos semanas en este, el único pabellón de quemados del nororiente del país, que en la actualidad alberga a seis niños más con quemaduras producto de accidentes con pólvora, líquidos calientes, gasolina, y electricidad.

Ella es la única menor de edad afectada por una mina antipersonal en el HUS. Desde 1990, en el país 6.727 personas han sido víctimas de estos artefactos explosivos.

El año pasado, estas minas, prohibidas por normas internacionales que regulan conflictos armados, cobraron 874 víctimas. De ellas, de acuerdo con las estadísticas de la Vicepresidencia de la República, ocho fueron niñas y 41 niños. En los últimos 18 años, 632 menores han quedado mutilados al activar accidentalmente una mina antipersonal.

No tengo la pierna
La hora de visita comienza a las 3:00 p.m. en el HUS. Raúl Alberto le trae noticias de sus dos primos lesionados, que también fueron víctimas de la mina antiper-sonal, pero que ya fueron dados de alta.

- ¿Cómo va hija?
- Bien.
La niña se prende en un abrazo a su padre, su único familiar luego de que su mamá hace dos años se fuera de la casa. La pregunta no es obvia. Ella experimentó el síndrome del miembro fantasma, que es la percepción de sensaciones, por lo general incluyendo dolor en un miembro que ha sido amputado.

Los pacientes con esta condición experimentan el miembro como si aún estuviera unido a su cuerpo ya que el cerebro continúa recibiendo mensajes de los nervios que originalmente llevaban los impulsos desde el miembro perdido.

- Papi, yo no tengo pie, pero yo siento el pie. Siento que me hace como pumm.

Desde el filo de la montaña
A las 2:00 de la tarde del pasado 19 de julio, Diocinel Quintero, de 37 años y agricultor del corregimiento El Diamante, ubicado a seis horas de camino del casco urbano de Simití, Sur de Bolívar, emprendió camino hasta la finca de su hermana Nelly.
Ella vive en la vereda La Pava, distante a tres horas de camino por un sendero de herradura. Lo acompañaba su esposa y sus cuatro hijos menores de 15 años. También iban algunos vecinos y su sobrina de ocho años, hija de Raúl Alberto. En total 15 personas emprendieron el viaje.
Esa noche en casa de Nelly, se realizaría una ceremonia de la Iglesia Cristiana Casa de Dios. Allí pasarían la noche. En la mañana del domingo estaba programado otro culto. Luego vendría el almuerzo para emprender el regreso pasadas las 2:00 de la tarde. 
Ese sábado en la tarde, unas cintas de color blanco en algunos arbustos de la vereda La Pava, inquietaron a Diocinel.
“Había un letrero que decía campo minado. La zona estaba marcada con unas cintas blancas. Eso era nuevo para nosotros, porque en el corregimiento hay minas, pero uno no sabe dónde están”. 

Según el Observatorio de Minas Antipersonal, el 68% de los municipios del país están afectados por la presencia de minas y municiones sin estallar.
Ese domingo 20 de julio se inició con oraciones y una gran olla en el fogón. Después del almuerzo llegó el retorno a pie por el mismo camino transitado.
A dos horas y media, las 15 personas hicieron una pausa al llegar a una peña, desde donde alcanzaban a observar una ciénaga.
Delante de Diocinel caminaban dos adultos metidos en una conversación. El agricultor estaba acompañado de dos de sus hijos de 10 y 12 años. Su hija y el otro varoncito iban metros atrás, en compañía de su sobrina. Al fondo caminaba el pastor de la iglesia, la mamá, y unos vecinos.
Diocinel se detuvo para tomar un segundo aire. De pronto escuchó un estruendo. Piedras y polvo volaron. La mina antipersonal había estallado.
“Mi hijo varoncito me cayó al lado. Estaba privado. Lo sacudía y sacudía  y no respondía. Le decía: hábleme hijo. Todo menguadito me habló. Dijo que le dolía el brazo. Lo tenía aporriado y la espalda estaba quemada”.
El agricultor abrió los ojos con horror. Una mina antipersonal transformó el paisaje del Sur de Bolívar en un campo de guerra. Niños tirados en el suelo quejándose de sus heridas.
“Fui a buscar a mi hija de 15 años. Tenía las piernas con esquirlas. La cara estaba quemada. Toda negra. No se le conocía el rostro y brotaba sangre. La acosté, pero del dolor ella salió brincando desesperada. Le pedí a un vecino que me la tuviera. Y me fui por mi sobrina porque no supe dónde quedó...”.
La pequeña fue expulsada unos 15 metros al abismo. Su cuerpo quedó aprisionado en un “voladero” (saliente de la montaña) desde donde pedía auxilio. Su ropa estaba quemada, apenas vestía un calzón.

Aún aturdidos nadie se lanzaba a rescatarla. Sacudiéndose el espanto, Diocinel se arriesgó. “Nadie se movía. Nadie hacía nada. A la buena de Dios me fui por ella”.

Aún aturdidos por la paliza que acababan de soportar, el hombre cargó a su sobrina de 8 años y su hijo de 10 en sus brazos. Un vecino se hizo cargo de su hija de 15 años, que estaba ciega.

El rancho de sus suegros se levanta a unos 500 metros del lugar.

“Cuando llegué no era capaz de cargarlos. Bajé lo más rápido que pude. Me gasté unos 15 minutos. Ellos se quejaban y lloraban”.

Ya en la finca buscaron tres hamacas. Armaron unas improvisadas camillas de palos y sin tocar a los tres menores caminaron hasta la vereda Vallecito del municipio de San Pablo, Sur de Bolívar, donde había transporte.

Pasadas las cinco de la tarde salieron de la finca. La trocha que lleva hasta Vallecitos se cubre en dos horas y media. Los niños, bañados en sangre, seguían quejándose.

Diocinel les aseguraba que ya había pasado lo difícil. Ellos le creían, pero era una verdad a medias. Si la mina antipersonal fue el infierno, la búsqueda de un médico no fue ningún purgatorio.

“Mi sobrina me dijo: ‘Tito, dígame una cosa, ¿yo me muero? Uno se siente muy mal. Yo le repetía que no le pasaría nada”.

A las 7:30 de la noche arribaron a Vallecitos. Allá no había médico. Fueron prestadas dos colchonetas. A las niñas las acomodaron atrás de una camioneta y al niño en la cabina.

“Me cobraron $250.000 por el viaje que aún debo. Dos horas nos gastamos en carretera hasta llegar al Hospital de San Pablo”.

En este centro clínico pasaron la noche del lunes. Al día siguiente fueron remitidos a Bucaramanga, donde arribaron pasadas las 8:00 de la noche.

Firme acá
Raúl Alberto Trespalacios, padre de la niña de ocho años con la herida en la pierna, y quien cuidaba una finca alejada del lugar de la explosión, llegó a Bucaramanga el martes 22 de julio a la Fundación Cardiovascular de Colombia, donde la atendieron inicialmente. 

“Entré al hospital a la 1:00 de la tarde y el doctor me dijo que la pierna derecha de la niña no tenía vida”.

El registro médico advertía necrosis de los tejidos, es decir, muerte total de la extremidad. Luego de firmar la autorización de la cirugía de amputación, Raúl Alberto tuvo licencia para ver a su hija.

“Casi me desmayo al verla. Me sacaron rápido de la habitación porque no aguanté”.

Tras la intervención quirúrgica la menor fue trasladada al HUS para realizarle injertos de piel. Los otros dos niños ya fueron dados de alta, pero deben seguir en controles, especialmente la niña de 15 años, pues se le detectó una esquirla en un ojo. 

El médico y cirujano plástico Carlos Ramírez Ribero, jefe de la Unidad de Quemados del Hospital Universitario de Santander, aseguró que la pequeña “evoluciona bien” y que la próxima semana la niña será intervenida nuevamente para injertar piel.

¿Qué pasó?
Todos los días en el séptimo piso del HUS, la niña aprende de nuevo la geograf-ía de su cuerpo. Su padre, Raúl Alberto, con su paciencia estirada responde algu-nas preguntas.

“Yo estoy bien papá. Me van a poner una piernecita para poder caminar...”, le repite a veces.

El hombre le dice que sí. Que todo saldrá bien. Ella sonríe y lo calma. La pequeña, quien naufragó por segundos en la violencia del país, se impulsa todos los días en su bonito tablón de cielos en el que se convirtió su silla de ruedas. Ve cari-caturas en televisión y se acuesta a dormir.

 Los agricultores Raúl Alberto y Diocinel, con nada más que algo de ropa y mucho miedo, aseguran que no regresarán a sus ranchos. Que prefieren dejar anima-les y cultivos abandonados antes que volver. La incertidumbre y la pobreza en Bucaramanga está a punto de tragarlos, pero ellos quieren estar lejos de las minas.

- Hija, y ¿qué fue lo que pasó?
La niña le contestó que en el filo, por intentar pasar a su prima, se salió del camino unos cuantos centímetros, nada más.


- Había una lata de sardinas a un lado y la pisé sin querer, papá.

Actores del conflcito armado


Encontrarán en este enlace la presentación de la clase sobre los actores del conflicto armado.
http://prezi.com/neka1nwwehfd/antecedentes-colombia/